Las ramas crujían bajo sus pies. Su andar era pausado, tranquilo, no había prisa por llegar. Se deleitaba con la naturaleza, salvaje, que moraba a su alrededor. Hora cogía una flor, hora acariciaba a un animal, hora se detenía sólo para contemplar el paisaje.
Siguió caminando un rato más. De pronto, ante sus
ojos, como si emanara de la nada, apareció. Una casa blanca, cercada por una
valla del mismo color. Todo era blanco en aquella casa. Un camino bordeado por
margaritas llevaba hasta el porche. Tres escaleras, sólo tres para llegar a una
puerta. La de ella.
Se quedó quieta, mirándolo todo, estudiándolo.
Entonces la vio. Tras el gran ventanal, en su rostro había serenidad, en sus
ojos templanza. Parecía como si la estuviera esperando desde hacía tiempo.
Ambas se sonrieron a modo de saludo. La musa levantó su mano. Ella sólo hizo un
gesto con la cabeza.
Puso el pie sobre el primer peldaño, cuando algo
llamó su atención. Se giró sobre sí, creyó ver algo o a alguien. Imaginaciones
suyas. Cuando se dispuso a seguir avanzando, él la alcanzó poniéndose a su
lado, cogió suavemente su brazo obligándola a que le acompañara hasta el
bosque.
Miró una vez más hacía aquella ventana, ella seguía
allí. Sus labios pronunciaron unas palabras, que la musa no pudo descifrar.
Esta la miró con ojos soñadores diciéndole: hoy no Aurora, hoy no.