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En la primera me atrapó tu limpia mirada y ¿por qué
no? también tus caderas. La sonrisa en tu rostro me elevó al cielo; de ahí ese
piropo: tú eres mi ángel.
Dudé en volverte a ver. La distancia, los
compromisos, la maldita responsabilidad. Soñaba con tu voz, tus palabras, tu
risa, y ¡otra vez! ¿por qué no? tu contoneo al caminar.
Lejos del mundo. En un columpio colgué nuestra
felicidad. Cuando el balanceo cesó, la vista era más nítida, más dura, se veía
el suelo con más crueldad. Los nervios se apoderaron de mí, los vértigos, las
dudas. Fui investido con la toga del miedo. Te miraba y el pensamiento me
dolía. ¿Cómo puedo quererte tanto, ángel mío, y aun así no encontrar el consuelo en tu abrazo?
Consumí mi cigarro a la misma vez que acabé con lo
nuestro. Apuré el último sorbo de café,
nunca un trago me supo tan amargo. Me llevé la mano al pecho cuando te dije
adiós. Me oprimían las palabras al subir por la garganta para morir en los
labios. Aparté mi hombría a un lado para que una lágrima me acompañara en ese
instante.
El destino nos unió y la distancia nos separó.
¿Podrás perdonar algún día a este loco, viejo y cansado corazón? ¿Podrás mirar
a los ojos del pasado y sonreírme desde tu selva? ¿Podrás hacerlo, ángel mío?