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Tal vez debiera empezar diciendo que es la mejor época del año, la más bonita, luminosa, familiar, llena de sueños y demás cursiladas.
Mas no puedo. Ya no me lo creo.
Yo veo a la Navidad como una gran señora ostentosa y arrogante que abusa de los adornos para ocultar la realidad: disfraza una
apariencia distinta de la que es. Viene cargada de luces para ocultar su
oscuridad, de brillos para sus sombras, de ruido para su soledad, de colores
para su tristeza.
Se pasea como cada año abanicando su soñadora
mirada, cantando para ahuyentar a los fantasmas y sonriendo para sí misma intentando con un conato de felicidad autoconvencerse de que en verdad, es
feliz.
Una noche al año enciende la llama de los sueños.
Dejando que su luz centellee entre
sombras, entre recuerdos, entre lágrimas de ayer. Entre los que una vez abrazaron su embellecida figura. Aquellos a los que
frívolamente recuerda en esta noche llegándole incluso a dedicar un brindis de
amargura.
Es falsa la Señora. Me mira descarada, con desaire.
Me reta con la mirada, me provoca con su risa, me enfada con su canto. Me
induce al deseo de odiarla cada vez un poquito más. No puedo mantenerle el pulso por mucho
tiempo. Bajo la vista y me encuentro con un coro de querubines, todos
embelesados con una boba sonrisa dibujada en sus rostros. Hechizados con su
presencia.
No consigo lidiar con eso. Me recuerdan un pasado
donde al calor de un brasero, al olor de las castañas y envuelta con la voz de
la sabiduría, una niña se dejó cautivar por una joven Navidad.
Con el paso de los años ambas han crecido y descubierto el interior de cada una. No se
esconden, ya no se engañan, son ellas sin más. Mientras una apaga la vela para
dejar de recordar, la otra la mantiene encendida para iluminarle el alma y
ayudarla a soñar.
¡Pobre Navidad!