Llego
tarde, más que tú cuando lo hacías en
clase y entrabas acompañada de ese misterio que te hacía tan especial, ocupando
el último sitio al final del aula. Yo vigilaba tus movimientos con ese disimulo
que disfraza la chulería adolescente. Notaba cómo te escapabas por la ventana,
siempre me pregunté hacía dónde viajabas.
Percibía cómo tu pelo ocultaba tu rostro, tu timidez, tu lánguida mirada. Esa manera de caer
sobre tu frente, en desordenada cascada. Me detenía en tu boca sellada, escondiendo sonrisas, palabras, sonidos… Me obsesioné con tus
manos, las veía pequeñas para tu edad, frágiles, escondían secretos, siempre lo
supe.
Hoy te
echo de menos, te busqué al final de la clase. No estabas. Miré el reloj y después
a la puerta, pasaban ya de las 10. Intuía que no vendrías, mas no podía dejar
de hacer ese juego de reloj-puerta, puerta-reloj.
A mi
mente llegó un vago recuerdo: la primera vez que te vi.
Llegaste
acompañada del chico más llamativo de todo el instituto. Sus tatuajes, sus
piercings y su aureola de chico malo gritaban: -¡cuidado conmigo, chaval!
Caminabas a su lado, segura de todo y de todos, menos de ti misma.
Posé
mis ojos en los tuyos y nunca más pude dejar de hacerlo. Adoré tu voz aunque
sólo la oí una vez y fue para decirme: -¿qué miras, imbécil?
Quise
contestar, me quedé en blanco dándome cuenta de que había sido noqueado por una
niña, porque sólo eras eso para mí. Yo era el rey del momento, el chico más
popular, el centro de todas las chicas y sin embargo… me quedé en ti.
No te
dabas ni cuenta de que cada mañana te acompañaba hasta tu sitio, me quedaba
escuchando tu silencio, oía hablar a tu mente, sentía los latidos de tu
corazón, rozaba tus manos, y sin pensarlo, besaba tus labios. Ignorabas mi
presencia tanto o más que el resto la tuya. Escribía cartas, poemas, canciones,
todas iban dirigidas hacía la misteriosa chica que me tenía atrapado en su tela
de araña. Nunca te las entregué, hoy me arrepiento. ¿Qué hubiera pasado de
haberlo hecho? ¿Estarías aquí conmigo, ahora?
Mi
verborrea se silenciaba cada vez que hacías acto de presencia, mis movimientos
se volvían torpes si estabas cerca. En cambio tú, parecías flotar,
avanzabas por los pasillos como un espíritu libre, nadie se percataba de que
estabas, sólo yo. Ese anonimato te daba la seguridad, el cobijo del que se
resguarda del miedo. Pasabas desapercibida y eso te gustaba. Lo disfrutabas.
Hasta que un día te fijaste en mí y me regalaste aquella frase, difícil de
olvidar.
Hoy
estoy aquí entregándote esta carta. La que tenía que haberte dado en su
momento, no ahora que es tarde, demasiado tarde. Cuando la profesora entró esta
mañana acompañada de una mala noticia, instintivamente, empecé a echarte de
menos más que nunca. Al fin conseguiste evadirte, liberarte, volar. Aunque ya
no lo sepas , te convertiste en verbo.