El
otoño me arranca sentimientos contradictorios, hace que odie todo lo que gire
en torno a mí. Llevaba más de una semana visitando esta ciudad, la sentía
distinta desde la última vez que estuve. Hoy, el día no invitaba al paseo,
amaneció plomizo y amenazando lluvia, así que opté por una tarde de lectura en
cualquier cafetería.
Los
truenos me separaron del libro, el agua comenzó a caer con fuerza, con
ira, como si quisiera vengarse de nosotros. Las gentes corrían en busca de un
refugio seguro, la plaza se convirtió en un ir y venir de personas. De entre la muchedumbre apareció ella, no llevaba prisa, ni paraguas, la
vi dirigirse hacia un edificio, resguardarse bajo su cornisa, aun así la lluvia
quiso formar parte de su indumentaria.
Pasaron
unos minutos y seguía allí indefensa, confusa y con la mirada perdida en algún
punto del suelo. Algo dentro de mí me empujó a dejarlo todo, coger mi paraguas
y salir en su ayuda. No pensé en su negativa a acompañarme, ni se me pasó por
la cabeza.
No se
percató de mi presencia hasta que me planté frente a ella y le tendí la mano. Le
pedí que me acompañara a un lugar seco, tuve que repetírselo varias veces, no entendió mi idioma en ese primer intento o
no quiso que la molestara. Mas no podía irme, algo me lo impedía, así que con
la mano tendida repetía una y otra vez que me acompañara.
Al fin
accedió y aceptó refugiarse bajo mi paraguas. Entramos y la invité a que tomara
algo para entrar en calor. Ante mi sorpresa fue consintiendo a todas mis
invitaciones. Su temor se fue quedando atrás para dar paso a una conversación
desenfadada y aunque su inglés era bastante bueno, algo delataba que no era de
ese país.
La
tarde fue cayendo a la misma vez que lo hacía la lluvia. Consumimos unos cafés
y varios temas de diálogo. No profundizamos en nosotros mismos, por prevención,
por desconfianza, por timidez ¿quién sabe?
Olvidé
todos los pensamientos negativos que había albergado aquella misma mañana, mi
odio hacia esa húmeda estación, mi malestar por el día amanecido, el fastidio
de no poder disfrutar de mi último paseo por la ciudad. Me sorprendí riendo sin
reservas, absorbiendo sus miradas, disfrutando de su compañía, me sentí yo, de
nuevo yo. No desvelé que partía al día siguiente, que mi estancia allí ya no
tenía sentido.
Entendí
que ambos ocultábamos un pasado con un fantasma, conocía los síntomas y lo que
a mí me había llevado hasta allí, pero… ¿y a ella? Respeté que sólo me diera su
dirección.
La lluvia
dio una tregua, la misma que ella aprovechó para salir huyendo. Su prisa en la
despedida la delató. ¿Qué había pasado de pronto? Busqué y rebusqué en mi
cabeza cualquier cosa que la hubiera podido incomodar, no hallé nada. Se fue
sin más. No dio oportunidad para una cordial ceremonia de separación. Me quedé
solo ante un libro, un paraguas y su recuerdo.
Desde
que volví a la rutina de mi vida me debatía entre escribirle contándole quien
soy y lo que soy, o presentarme en su casa y decirle que no la he podido
olvidar, que desde que apareció en mi camino el otoño tiene su mismo color.
Llegó
Navidad y no había dado señales de vida, intuí que jamás volvería a saber de
ella. Quien no lo intenta no lo sabrá jamás, eso me dije mientras preparaba un
ligero equipaje, así que con un no como pasaporte cogí aquel vuelo, rumbo a lo
desconocido.
Mis
dedos temblaban cuando presioné el botón que me devolvería su voz. Una vez más
repetí la frase con la que me presenté ante ella aquella tarde. La puerta se
abrió, los latidos de mi corazón subían agolpándose en las sienes a la misma
vez que iba ascendiendo hasta su piso. El ascensor paró en su planta despejando
la incógnita, su acogida no dejaba dudas. ¿Hablan los abrazos? Yo creo que sí.