Continuar con los estudios en la capital de provincias era una gran experiencia para Lucía.
Compartía piso con dos chicas, también de su mismo pueblo, aunque no eran
amigas tenían algo en común: les gustaba los retos.
Lucía
no era diferente a las demás jóvenes de
su edad, aunque podría decirse que era mucha mujer para tan poco cuerpo. Dato
que no pasó desapercibido para los chicos de aquel barrio: que unas estudiantes
se instalaran en aquel edificio fue algo novedoso para sus tranquilas vidas.
Cada una de ellas tenía algo especial que despertaba la curiosidad de los
muchachos.
Todas
las mañana, Lucía dirigía sus pasos hasta el instituto. Conocedora de poseer
una llamativa delantera procuraba encubrir la zona con unos cuantos libros, los
cuales abrazaba sobre su pecho con caprichoso énfasis. No era necesario, los
chicos se habían percatado de los atributos de Lucía. Estratégicamente
repartidos, aguardaban en los portales de la larga calle para verla pasar. La testosterona a esa edad es como un
cohete, sólo necesita la chispa que encienda la mecha, sin lugar a dudas había
llegado.
Manolo
(Lolo para los amigos), se fijó en ella desde el principio. Regentaba la
carpintería de su padre, tras dejar los estudios decidió curtirse en el mundo
de la ebanistería. Al verla llegar pensó que ese busto era merecedor de una réplica
y que él estaba dispuesto a hacer la talla. A ella no le dejó indiferente los
rizos de su pelo a juego con los ojos marrones,
el conjunto lo acababa unos labios con descarada sensualidad.
Un húmedo
día de otoño, Lolo tomó la decisión de invitarla a tomar algo. Consiguió
alcanzarla al borde de la carretera y haciendo un gran esfuerzo para no dirigir
la primera mirada más abajo de la cara, le propuso la cita. Ambos no se habían
percatado de dónde se encontraban, y un camión que pasaba en ese momento los
devolvió a la realidad salpicándoles un gran charco, el sí de Lucía quedó
bautizado. En medio de aquella risa excitable
sus miradas se encontraron por primera vez.
Los
nervios de Lolo subidos en la moto de su padre, recogieron a la chica el día
señalado y se encaminaron hasta un jardín de la ciudad. El nombre del parque en
cuestión era el de la Seda, el mismo que utilizó él para describir la piel de
ella cada vez que la rozaba con dulce decisión. La tarde pasó rápida para los
dos, él asomado al balcón de su escote y ella perdida entre los mechones de su
pelo. La suma de los días fue dando como resultado una relación dónde el amor
quedaba relegado por una fogosa atracción física.
Con la
llegada de las fiestas navideñas, apareció la primera separación. Lolo pensaba
que moriría durante esas dos semanas, que no sobreviviría a la llegada del
nuevo año, necesitaba tener cerca a Lucía, muy cerca, demasiado cerca. Decidió
grabarle una cinta con las canciones más románticas y sensuales del momento,
quería que lo recordara cada vez que la escuchara. Llegó la tarde de la
despedida, cuando ella se disponía a subir al autobús, él depositó el regalo
entre sus manos a la vez que colgó un “Je
t’aime” en el lóbulo de su oreja. Lucía miró sorprendida aquellos ojos
marrones y navegó en el mar de su boca. Fue la segunda vez que se miraron seriamente
desde que empezó aquella relación.
El día
de Reyes, Lolo sorprendió a su chica presentándose en su casa y haciéndole una propuesta
indecente para la época. Ante la negativa de ella, él decidió jugársela dándole
celos con una de sus amigas. Mala decisión. Lucía comprendió que “Je t’aime” sólo era el título de una
canción, no un sentimiento.
Volvieron
los días de clase y Lolo se arrepentía cada vez más de aquella sentencia, en
vano intentó arreglar las cosas con Lucía, sobre todo porque su mirada siempre
se estrellaba en el busto de la chica. La cual, con un sutil gesto le obligaba
a mirarla más arriba y despedirlo con un: -“casi
lo consigues, amour”.
El paso
de los meses trajo la primavera, además revuelta para más señas. Lolo quemó su
último cartucho al hacerle a Lucía una oferta:
- Por ti le robaría la moto a mi padre y te
llevaría al Jardín de la Seda, ¿qué me dices?
- Gracias,
pero ellas se merecen más. – Esta vez fue ella la que bajó la mirada hasta su
propio escote y con un elegante giro siguió su camino, en ningún momento volvió
la cabeza para comprobar la cara de sorpresa que le quedó al pobre Lolo.
Acabado
el curso académico, Lucía y sus compañeras de piso volvieron al pueblo. Cada
una de ellas traía una historia para recordar, ella además con banda sonora de
fondo.