Apoyaba
la cabeza sobre el vientre de Afrodita depositando los sueños en las nubes. Amanecía
la mañana con gran colección de ellas. A su eterno amor lo colocaba en la más
grande. Esta iba cambiando de forma a golpe de viento para que no se acomodara.
En las medianas consignaba efímeras escapadas. Las más pequeñas iban destinadas
para albergar caricias: las de siempre, las nuevas, las no inventadas. Todas
tenían un destino: ella.
Una
pregunta le sacó del ensimismamiento obligándose a confesar su falta.
Declaróse:
Culpable.
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Culpable
de amarla más que a la propia vida, la cual de nada le valía si no era a su
lado. De extrañarla cuando se dejaba vencer por Morfeo. De desearla de
lunes a viernes y los fines de semana también. De perderla en cada parpadeo
maldiciendo no poder controlar el movimiento de sus ojos. De tener un beso de
buenos días para cada mañana y un abrazo de oso para cada noche.
De haber
tenido un juicio en toda regla, un jurado lo habría condenado sin contemplación.
Sin persuasión ante su propio veredicto, gustoso se dejaría aplicar la pena
máxima por su condición de prisionero.
Seguía
ratificando el dictamen mientras quitaba el corsé de sus labios. Lo repetía al desabrochar su piel. Lo bramaba en el beso de las diez, en el
roce de las cinco y en la entrega de las ocho.
Culpable,
gritó al entregarle el alma y el cuerpo.