Aprendo a jugar tus cartas barajando los guiños disuasorios
que confunden el corazón con la escalera de color. Me desnudo en la secta de tu
abrazo perdiendo las prendas que rozan mi excitación, y en ese contrabando de
menesteres me encuentro vendida y tendida sobre tapices de ensueño. Un leve roce
en mis ganas despierta con hambruna felina una cadena de sensaciones.
Me vences en cada partida.
Me equivoco adrede ante tu magistral juego porque sólo
quiero ser penalizada con la pauta asignada… recojo tus órdenes y me postro en
la casilla de salida a la espera de otra baza. Sólo un pestañeo basta para
provocar mi confusión… extiendo mi tanto perdido con sonrisa maliciosa y
contoneo mal disimulado.
Me incita tu perversión.
Seguimos jugando con una baraja gastada donde los naipes
pierden su forma y el encanto se perfila entre sábanas de piel. Yo dejo
infinitos señuelos creyéndome dueña de la situación… y en un golpe de miradas
me declaras insolvente de mi engaño.
Bancarrota cantada… Toca pagar a la banca en esta ambición.
Cuando se recibe un regalo así... tan personal, tan de uno mismo, tan íntegro... una no sabe qué decir ni qué hacer al respecto... tal vez este acto sólo sea una banalidad, pero es lo mejor que puedo hacer para agradecer tanto cariño.
Sé que si cruzo la puerta ya no habrá vuelta atrás, dejaré
en la entrada todo lo que traigo preparado a modo de despedida. Escucho tu voz al fondo del pasillo, la
música envolvente se va instalando en la estancia y el aroma a vainilla va
colándose e impregnando mis sentidos, respiro la familiar penumbra.
No debería estar aquí… me negaba a volver y sin embargo tu
mensaje pidiendo vernos una vez más, me atrajo como disculpa. Será la última
vez… me repito, como otras tantas que también lo fueron.
Un camino de pétalos me guía, como si no reconociera nuestro
nido, donde cientos de besos fugaces se escaparon en la clandestinidad de los
encuentros. Donde tantas veces el recato lo dejé en el perchero de la entrada…
donde los enfados se esfumaban entre las sábanas, en la bañera, sobre la mesa
de la cocina… en la dureza del suelo… en cada rincón…
Intento seguir el rastro acallando los recuerdos, oigo tu
voz pidiendo sólo mi sonrisa, y la consigues, y en mi mirada se instala la
pasión. Tus peticiones no tienen fin, no suplicas, no ruegas… pides a quien
sabes que te va a dar.
Lucho por no desabrochar ni un botón de mi indumentaria. Me
mantengo firme aunque los cimientos se tambalean a golpe de tus palabras. –
Sólo tu sonrisa -. Me recuerdas.
Y continúo mi peregrinación hasta encontrarme frente a
frente con el único muro que nos separa. - ¿Traes lo que te pedí? – Retumba tu
insistencia.
Asiento de manera obediente como si me vieras, como si te
tuviera delante… y entonces… me despojo de mi guerra, de mi ropa, y vestida como
odalisca para ti empujo la dureza salvable que me deposita ante tu presencia.
Tu mano
tendida, el fuego de tu mirada… el susurro de tu voz… la hombría de tu cuerpo
clamando la fogosidad del mío. Entonces sucede todo lo que quería evitar y me
abandono al capricho de tus deseos, volviéndonos irracionales y primitivos en el
arte de amarnos sin decoro.
Transcurre tu hambre y la tarde llevándose mi sed y mis
ganas de dejarte. Se enciende la noche, la ciudad… un pitido nos devuelve a la
realidad: bip bip.
Regresemos.
¿Volverás?
Nunca más volverás a verme. – Le digo, como
siempre.