La
playa.
¿Qué os
sugiere a vosotros?
Un
lugar paradisiaco, arena fina, horizonte azul, tranquilidad, paz, intimidad…
Algo así, ¿verdad?
Pues a
mí me recuerda a mi infancia, madrugones para plantar la sombrilla en primera
fila, niños corriendo por doquier haciendo saltar la arena, cargarte de
bártulos como si hicieras una mudanza, un autobús con gente sentada hasta en el
pasillo.
Recuerdo
que sólo íbamos para pasar el día, pero aquello más bien parecía un movimiento
migratorio en toda regla. Una corriente de sombrillas, sillas, mesas, neveras,
una masa de gente sudorosa, pringosa y brillante a causa del protector solar.
“Para un día que vengo no me voy a quemar”, decían todos.
La
aventura por coger el sitio más cerca de la orilla, eso sí que daba gusto
verlo, no necesitábamos pistoletazo de
salida, nos agolpábamos en las puertas del autobús y la carrera empezaba cuando
éstas se abrían.
La hora
de la comida era digna de ver. No faltaba de nada, más bien lo contrario. El
del chiringuito, nos miraba con odio, rencor, puñales lanzaban sus ojos, ¡pobre
hombre!, éramos su ruina.
Después
de comer: al agua, había que aprovechar, ese día no se respetaba lo de las dos horas,
no había tiempo que perder. Directamente nos decían: “métete con el último
bocado, así no se te corta la digestión”. Pensándolo bien, me gustaba ese día, no te machacaban con el “lávate los dientes”,
no se oía un “siéntate bien a la mesa”, ni “recógete el pelo” o “lávate las
manos”. Era el día sin normas, silvestre, natural, salvaje.
Llegada
la hora de marcharnos de allí, recogíamos con una rapidez pasmosa, parecíamos
un campamento indio abandonando la reserva en extrañas circunstancias. Una vez
de vuelta en el autobús, parecía que veníamos de hacer instrucción, agotados,
más sudorosos, más pringosos y sobre todo, rojos coloraos, salmonetes, por
mucho producto que te hubieses puesto, siempre pasaba lo mismo: volvíamos
quemados. La frase más escuchada esos días era “no me toques que voy quemao”.
Lo
mejor era por la noche, después de una ducha de agua dulce, tu madre te ponía
paños de vinagre, para sacar el sol, me decía. Mis protestas no la enternecían
y terminaba siendo una ensalada aliñada. Aquello emanaba un olor...
En los
días posteriores, era un dilema vestirse, jugar, recibir algún que otro
balonazo… Vaya problemas los de entonces, comparados con los de hoy, ¿ no?
Hablando
de jugar, teníamos varios sitios donde hacerlo, en la calle o la calle, así que
lo hacíamos en la calle. ¡Claro!, imaginaos cuando en casa te preguntaban:
nena, ¿dónde vas?, y tú inocentemente contestabas: ¡a la calle!. Ahora a tu edad
no lo dirías tal que así, como si salieras a la misma con otros menesteres.
Pero en
aquella época era distinto. En vacaciones te pasabas el día en la calle,
jugando, gritando, parecíamos un rebaño en medio del monte, desperdigados por
doquier. Una cosa, eso sí, la hora de la siesta era sumamente respetada, ya sea
porque el “tío del saco“, trabajaba a esa hora llevándose a los niños que
estaban solos en la calle, o porque a nuestros mayores no les gustaba que se
les diera la tabarra debajo de su ventana.
De una
forma u otra la hora de salida o de quedada como se dice ahora, era a las 5 en
punto, hora del té para los ingleses, conseguíamos que con nuestros gritos y
nuestras risas llenáramos de vida todos los rincones del pueblo. Se podía decir
que éramos el hilo musical del barrio. Aunque claro está, no todas las vecinas
estaban de acuerdo, siempre había alguna que te mandaba de una forma poco sutil
a tu puerta a tocarle no sé qué a tu padre y a darle el follón a tu madre. ¡Qué
delicadas!
Las
noches de verano, las recuerdo en un espacio abierto, ¡exacto!, en la calle.
Pero a esas horas estábamos más relajados y nos sentábamos en una “barbacana”,
como se le llaman en mi pueblo. Allí nos reuníamos para echar unas risas
contando alguna anécdota como siempre engrosándola con ahínco para hacerla más
inverosímil, algunos chistes o
simplemente para pasar las cálidas noches del estío.
Indiscutiblemente
recordando aquellas vivencias, una no tiene más remedio que soltar una
sonrisilla picarona y pensar en los recursos que tuvimos los de aquella época
para pasar las largas horas del verano, porque ¡vaya mentes pensantes las de
entonces!, ideábamos cada cosa que ya, ya… Un día nos lanzábamos por la cuesta
más empinada en una tabla de madera enjabonada por su parte posterior, otro nos
íbamos de excursión al cabezo, lo de llenar globos de agua era la más diaria, y
la pelota, esa dichosa bola que ahora odio tanto, entonces era como una
extensión de mi brazo. Infancia, todos hemos pasado por ahí.
Y luego empeora.
¡Lo que disfrutábamos! En las noches de verano, organizábamos cacerías de salamanquesas, que se quedaban en las paredes cerca de lo que llamábamos "farolas" y que no eran otra cosa que bombillas normales y corrientes. Nuestras armas artesanales eran tablas con pinzas de la ropa y los proyectiles, bandas de caucho. Efectivamente, luego empeoró. No en todo. En algunas cosas mejoró.
ResponderEliminarBuen texto.
Éramos cazadores natos y ahora..., cazando moscas nos vamos a quedar. Gracias
EliminarEs cierto. El recuerdo de la infancia va de la mano a la larga temporada del verano, a poner el ventilador para poder dormir, a quemarte y pelarte (qué barbaridades las de aquel entonces!), a escuchar "ya fumarás cuando seas mayor"...
ResponderEliminar¡Cómo ha cambiado el cuento! Por supuesto que luego empeora, sobre todo porque nunca será lo mismo, ni para nosotros, ni para nuestros hijos...
Eso es, nunca será lo mismo. Pero eso está ahí, nos pertenece, y creo que no la cambiariamos por ninguna otra infancia. Muchas gracias, tocaya!.
Eliminar¡Qué lindos recuerdos!, yo no iba de pequeña a la playa con mi familia pero imagino la escena y me encanta... besos!!
ResponderEliminarEstoy segura que tendrás otros recuerdos igual de bonitos. Muchas gracias, Maite!!. Besos.
ResponderEliminarQue bonito es recordar aquellos años en los que la vida parecía estar libre de complicaciones y problemas, aunque seguro que dentro de nuestra cabecita infantil, también teníamos nuestros problemas propios de la edad...
ResponderEliminarYo el primer recuerdo que tengo de la playa fue cuando vi el mar por vez primera. Tenía seis añitos.
El tiempo pasa indiscutiblemente pero al menos los recuerdos perduran en nuestra memoria.
Un saludo.
Gracias luchadora!!. Mirando atrás los problemas eran propocionales a nuestra edad, los recuerdos nos acompañan a lo largo de nuestra vida y el mar o la playa, es un placer contemplarl@, siempre nos trae algún bonito recuerdo. Saludos.
ResponderEliminar¿Que me vas a decir de la playa,amiga, a un coruñes como yo...? Buff, recuerdos?..en mi caso entorno...si no salía de allí...
ResponderEliminarAún llevo su olor, como diria Serrat. Claro que sí; el mar hay que conocerlo de niño, si se puede; así, con los recuerdos se aprende a amar las cosas.
Buen texto,amiga, y bella nostalgia.
La Coruña, no me digas más amigo Castelo, !!!, buenos recuerdos entonces. Yo los tengo en las cálidas playas murcianas, ainsssss!. Gracias y un abrazo.
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