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martes, 10 de septiembre de 2013

EL CUPO DE LAS SORPRESAS II (Versión de él)

El otoño me arranca sentimientos contradictorios, hace que odie todo lo que gire en torno a mí. Llevaba más de una semana visitando esta ciudad, la sentía distinta desde la última vez que estuve. Hoy, el día no invitaba al paseo, amaneció plomizo y amenazando lluvia, así que opté por una tarde de lectura en cualquier cafetería.

Los truenos me separaron del libro, el agua comenzó a caer con fuerza, con ira, como si quisiera vengarse de nosotros. Las gentes corrían en busca de un refugio seguro, la plaza se convirtió en un ir y venir de personas. De entre la muchedumbre apareció ella, no llevaba prisa, ni paraguas, la vi dirigirse hacia un edificio, resguardarse bajo su cornisa, aun así la lluvia quiso formar parte de su indumentaria.

Pasaron unos minutos y seguía allí indefensa, confusa y con la mirada perdida en algún punto del suelo. Algo dentro de mí me empujó a dejarlo todo, coger mi paraguas y salir en su ayuda. No pensé en su negativa a acompañarme, ni se me pasó por la cabeza.

No se percató de mi presencia hasta que me planté frente a ella y le tendí la mano. Le pedí que me acompañara a un lugar seco, tuve que repetírselo varias veces,  no entendió mi idioma en ese primer intento o no quiso que la molestara. Mas no podía irme, algo me lo impedía, así que con la mano tendida repetía una y otra vez que me acompañara.

Al fin accedió y aceptó refugiarse bajo mi paraguas. Entramos y la invité a que tomara algo para entrar en calor. Ante mi sorpresa fue consintiendo a todas mis invitaciones. Su temor se fue quedando atrás para dar paso a una conversación desenfadada y aunque su inglés era bastante bueno, algo delataba que no era de ese país.

La tarde fue cayendo a la misma vez que lo hacía la lluvia. Consumimos unos cafés y varios temas de diálogo. No profundizamos en nosotros mismos, por prevención, por desconfianza, por timidez ¿quién sabe?

Olvidé todos los pensamientos negativos que había albergado aquella misma mañana, mi odio hacia esa húmeda estación, mi malestar por el día amanecido, el fastidio de no poder disfrutar de mi último paseo por la ciudad. Me sorprendí riendo sin reservas, absorbiendo sus miradas, disfrutando de su compañía, me sentí yo, de nuevo yo. No desvelé que partía al día siguiente, que mi estancia allí ya no tenía sentido.

Entendí que ambos ocultábamos un pasado con un fantasma, conocía los síntomas y lo que a mí me había llevado hasta allí, pero… ¿y a ella? Respeté que sólo me diera su dirección.

La lluvia dio una tregua, la misma que ella aprovechó para salir huyendo. Su prisa en la despedida la delató. ¿Qué había pasado de pronto? Busqué y rebusqué en mi cabeza cualquier cosa que la hubiera podido incomodar, no hallé nada. Se fue sin más. No dio oportunidad para una cordial ceremonia de separación. Me quedé solo ante un libro, un paraguas y su recuerdo.

Desde que volví a la rutina de mi vida me debatía entre escribirle contándole quien soy y lo que soy, o presentarme en su casa y decirle que no la he podido olvidar, que desde que apareció en mi camino el otoño tiene su mismo color.

Llegó Navidad y no había dado señales de vida, intuí que jamás volvería a saber de ella. Quien no lo intenta no lo sabrá jamás, eso me dije mientras preparaba un ligero equipaje, así que con un no como pasaporte cogí aquel vuelo, rumbo a lo desconocido.

Mis dedos temblaban cuando presioné el botón que me devolvería su voz. Una vez más repetí la frase con la que me presenté ante ella aquella tarde. La puerta se abrió, los latidos de mi corazón subían agolpándose en las sienes a la misma vez que iba ascendiendo hasta su piso. El ascensor paró en su planta despejando la incógnita, su acogida no dejaba dudas. ¿Hablan los abrazos? Yo creo que sí.






viernes, 6 de septiembre de 2013

EL CUPO DE LAS SORPRESAS


Hacía tiempo que las sorpresas habían  pasado a un segundo plano en mi vida. Poco o nada conseguía asombrarme a estas alturas de lo andado.

Aquella tarde lo consiguieron dos cosas: la  primera, una lluvia torrencial que me obligó a buscar cobijo bajo una cornisa en aquella histórica plaza. La segunda, una mano tendida hasta mí acompañada de una voz que me sacaron de mis pensamientos claroscuros. Bajo un paraguas negro unos ojos me invitaban a un presente no esperado.

¿Cuándo dejé que los halagos y los piropos se perdieran por las esquinas del tiempo? Su frase insistente rezaba una y otra vez como un susurro hasta que me vi alargando mi mano para aferrarme a la suya.

Recelosa miraba de reojo a aquel hombre, no era un adonis, sin embargo, había algo que me atraía, me dominaba. Aceptaba sin protestas cada una de sus indicaciones. Cruzamos la plaza, entramos en una cafetería y ocupamos una mesa, la misma que minutos antes había abandonado para acudir en mi ayuda. Un café frío, un libro abierto boca abajo, una chaqueta sobre el respaldo de la silla… todo indicaba a que ese había sido su observatorio particular y desde allí había presenciado mi resguardo.

Era extranjero como yo en aquella tierra. No quiso contarme de qué huía y yo me negué a exponerme. La última vez que lo hice no acabé bien parada. Hablamos de las suposiciones, las probabilidades, los sueños, los futuros inventados, todo y nada decía  de nosotros. Solo hubo una verdad además de nuestros nombres: un acierto habernos encontrado.

¿Cómo un extraño se convierte de pronto en alguien cercano?

Descubrí una mirada sincera tras una bonita sonrisa y una complicidad inusual en mí. ¿Fue la conversación?  ¿Las bromas?  ¿Las coincidencias?

Fuera como fuese, me precipité en salir corriendo en cuanto me percaté de ese estado de bienestar. Hacía rato que la lluvia dejó de mojar la tarde, así que agradecí el gesto que había tenido y me despedí con una excusa tonta.

Me dio su dirección, su teléfono, su e-mail, la oportunidad de volvernos a encontrar. Yo…, solo di mi dirección, ese sendero ya lo conocía y no quise prometer nada. Dos países, dos idiomas, dos culturas y miles de kilómetros de por medio. Me despedí.

No volví a verle en aquella ciudad durante los días siguientes, no le pregunté hasta cuándo se iba a quedar, así que no busqué ni esperé.

Al cabo de unos meses volví a mi país, a mi ciudad, mi casa, mi mundo. El trabajo allí había acabado, así que me tocaba aguardar hasta mi próxima misión. El tiempo pasaba y yo lo perdía vagueando hasta que llegó Navidad, entonces surgió un nuevo destino: Dublín.

¿Qué me esperaba? En esas estaba cuando el telefonillo sonó y una voz familiar entonó una frase más que conocida, la misma que no puede olvidar en todos estos meses.

¿Desde cuándo las sorpresas se estaban instalando en mi vida?
Abrí la puerta para dejar entrar a la incertidumbre y a todo un mundo de oportunidades. Y en aquel umbral me abracé a un futuro incierto, dejando de luchar contra el destino. Por esta vez le dejé ganar.