¡Aquí
estoy, te quedan dos deseos!
Con
esta frase me presenté en la choza de mi amor la noche de nuestro aniversario, envuelta
en un provocativo conjunto y perfumada para la ocasión. Me esperaba con los
brazos abiertos, la boca sedienta y los ojos llenos de hambre y ansiedad. No me
llevó mucho tiempo descubrir el porqué de ese estado de perturbación.
- - ¡Cariño, justo a tiempo! Saca las cervezas de la nevera y acércame el
mando de la tele. ¡Date prisa, que empieza! -aulló desde el sofá.
Acababa
de consumir el resto de deseos. Hice lo que me ordenó y después me fui a casa,
con el único propósito de volver a mi lámpara.
Echó en
falta mi presencia cuando acabó el partido. Me llamó abatido y desolado, su voz
ahogada preguntaba dónde me encontraba. Por supuesto, mi respuesta fue de lo
más glacial.
Se
acabó hacer de niñera de un treintañero, cuya máxima aspiración en la vida era
poder ver todos los partidos de fútbol habidos y por haber, ya juegue su equipo
o no. Se acabó consolarle cada vez que éste pierda, se acabó el hacer de
pañuelo de lágrimas. Se acabó. Ésa fue mi respuesta al otro lado del teléfono.
- - No me lo creo. –Me espetó.
- - Haz la prueba. –Ataqué.
Me
sentía con fuerzas para afrontar la batalla verbal, incluso de haber sido una
lucha cuerpo a cuerpo, también hubiera estado a la altura. Aprovechando que la
llamada la había realizado él, frívola que es una y llegados a este punto,
vomité todos los desplantes y aguantes que he tenido que lidiar en estos tres
años. Hasta yo misma me asombré de ver la cantidad de meses, días, noches,
horas, minutos y segundos que había resistido a su lado.
Por
suerte o por desgracia, nunca nos propusimos lo de compartir el mismo cuarto de
baño. Ahora más que nunca me alegro de ello. Me ahorré el tener que hacer
equipaje para emigrar a otro lugar, cual golondrina de Bécquer, o desperdiciar
mis fuerzas en hacer lanzamiento de pertenencias del contrincante contra la
acera. Con la mala suerte que tengo, incluso me denunciarían por ensuciar la
vía pública. Así que con todo eso y más, finiquité nuestra conversación.
Promesas
y más promesas me acompañaron el resto de semana: que había decidido cambiar,
que estaba en esa fase madurativa, una oportunidad pedía como si de limosna se
tratara. ¡Cambiar dice! Como no cambie de domicilio…
La
decisión estaba tomada y adjudicada. Cada vez que veía una foto suya me
preguntaba:
- - A ver hija, ¿puede saberse qué era lo que veías en él? – Por supuesto
no obtenía respuesta. Ya se sabe que el amor es ciego, y el mío además loco.
No hay
que decir que pasé por todas las fases de desenamoramiento: lloros, lamentos,
falta de apetito, risas incontroladas seguidas de más lloros y una tristeza
absurda. Hasta que un día me lo encontré de frente, acompañado de unas largas
piernas, ojos morunos y un cabello al viento, que nada tenía que envidiar el indio
de “Bailando con lobos”.
En ese
instante se me quitó la tontuna y el estado de gilipollez transitoria al que
había sido sometida por culpa de un enano semidesnudo, alado y ciego.