PICO DEL DIABLO |
Cada
día y a la misma hora, Candela visita el
lugar. Desde allí puede ver el horizonte, justo donde el cielo se junta con el mar.
Donde una fina línea separa dos mundos. Donde los pensamientos parecen tener
forma, donde empieza y acaba todo. Allí mismamente mira cuando unas voces la
traen de vuelta a la realidad.
Es la
risa de unos niños, juegan a perseguirse el uno al otro. Mientras, unos padres
gritan unos pasos más atrás que tengan cuidado con el precipicio. Avisan de que
no se acerquen demasiado. Que no se suban a la alta baranda. Toda una lista de
atenciones para proteger del peligro.
Candela,
apoyada sobre la fría barandilla, mira ahora al fondo del mismo. Allá donde las
olas se estrellan contra las rocas descargando su furia, explotando en millones
de gotas saladas. Las mismas piedras que recibieron el cuerpo de Tomás, antes
de que el mar se lo tragara quitándole lo único que poseía: la vida.
Esta
tarde el mar está calmado, no siente enfado. No brama pidiendo ofrendas,
acaricia la costa como suave espuma. El leve rumor de las olas la llevan a
recordar.
Los
lugareños cuentan mil y una versiones de cómo el niño cayó. Ninguna es cierta. Sólo
una persona conoce la verdadera historia. La cual calla desde hace muchos años.
La que se llevará a la tumba cuando sea requerida su alma. Sólo ella estuvo
presente cuando sucedieron los hechos. El impacto de aquella tragedia la dejó
deshecha, rota. Nunca habló de aquello. Todos decían que su tristeza era porque
echaba de menos a Tomás, que estaban muy unidos y que eran muy bueno amigos.
Ignoran
que ella pudo haber evitado el accidente, que un simple beso lo cambia todo. Ahora
ella lo sabe.
Los críos siguen jugando cerca de ella.
Candela puede sentir cómo el pasado se le echa encima, asfixiándola, dejándola
aturdida. Los recuerdos se agolpan, se
aturullan por salir, emanan desde lo más profundo de su mente, comienza a
revivir aquella tarde.
Sólo
eran dos chiquillos jugando al amor. Él corría tras ella, pidiéndole un beso.
Ella reía sin cesar, la risa le iba restando fuerzas, casi la estaba
alcanzando. Llegaron al borde del acantilado, entonces desprotegido de
cualquier barbacana. Allí, acorralada, él la besó. Jamás fue un beso robado.
Tras mirarse unos segundos, Candela empujó suavemente a Tomás para continuar
corriendo. La mala fortuna quiso que los pies del niño se encontraran demasiado
cerca del borde, ese leve impulso fue suficiente para que perdiera el
equilibrio y cayera hacia atrás. Quiso cogerle de la mano, atraerlo para sí, su
peso de niña no pudo contener al destino, presenció cómo cambia la vida en un
segundo.
Se
quedó largo rato mirando el fondo, alimentando la esperanza de que en cualquier
momento él saliera a la superficie. Cayó la noche y salieron a buscarles. A
ella la encontraron acurrucada, con la mirada perdida, repitiendo como un
mantra su nombre. De él nada más se supo.
La vida
siguió en aquél lugar. También para ella, tal vez no la que había imaginado,
pero todo continuó avanzando.
Cuando
por las noches la despierta el viento del norte. Se acerca a la ventana
repitiendo como cuando era niña:
- Resbaló
y cayó, resbaló y cayó, resbaló y cayó.
- ¿Me
lo devolverás algún día, querido mar?