Quedamos
en el lugar perfecto a la hora indicada. Ella, nerviosa, inquieta, bastante excitada,
deseando entrar en acción. Yo, intentando controlar la situación, menos
nerviosa, pero igual de animada. Ambas nos ataviamos con la indumentaria
reglamentaria, la requerida para llevar a cabo nuestra misión. Sacamos nuestras
mejores armas, algunas incluso no habían sido desempolvadas en toda una vida,
las estrenamos en ese preciso momento.
Parecía
como si de un instante a otro fuésemos a ver arder Roma. Luchamos contra corriente, algunos instrumentos nos
fallaron, otros artefactos nos hacían fracasar, aun así, seguimos con ahínco,
fieles a nuestro cometido. Pasado un tiempo, después de la batalla, tras la
encarecida lucha, y tras limpiar los restos de la contienda, nos miramos
orgullosas. Habíamos conseguido empezar y acabar una tarea nada fácil.
Sólo
una hora bastó para descubrir con vanidad nuestra victoria. Lo logramos.
Habíamos hecho las madalenas más exquisitas que jamás hayamos probado. Y pensar
que cuando entramos en aquella cocina, sólo éramos dos temerosas del arte
culinario. Después de esta experiencia
estamos preparadas para otra aventura gastronómica, y volveremos a
desempolvar nuestros enseres con la misma ilusión y a disfrutar de esa odisea.
No me gusta cocinar, aunque reconozco que en buena compañía cualquiera se puede
aficionar.